Como miembro de esa generación que ni estudia ni trabaja, ni estudiará ni trabajará, de esa generación que entona el no future sin vía de escape y que se resigna a viajar por el tiempo y por los derroteros impuestos por algún ente superior gubernamental o incluso espiritual: me cago en Dios (exista o no, me da igual).
Me cago en dios porque nos han convertido en producto. No cuentan con nosotros para otra cosa. Nos nombran, se compadecen de nosotros. Que graciosos, la generación Ni-ni! Los pre-parados. Buen juego de palabras, hijos de puta. Nos dedican reportajes en la televisión, programas propios. Apareceremos en los libros de historia: aquella generación de subnormales! Es frustrante no saber además a quien dirigir todo nuestro odio. El sistema? La sociedad? Yo? La Crisis (con mayúscula de nombre propio, o de excusa-para-todo).
Palmadita en la espalda: «ya encontrarás algo!» Y una polla. Maldigo el día en el que decidí cursar estudios universitarios, advirtiendo con mal criterio que me auguraba un futuro prometedor y provechoso, mejor en apariencia -infeliz de mi- que el de aquel balaperdida de clase (con respeto a los balaperdidas) que decidió «currar con el viejo».
Queremos trabajar, el mercado está colapsado. Aceptaríamos cualquier cosa, cualquier sueldo. «Yo quiero trabajar de lo mío». «Te ofrecemos limpiar la jaula de un león hambriento en el zoo sin protección alguna».
Coger el papel salmón y ver que las ofertas de empleo se reducen a peluqueros o esteticiens, a repartidores de periódicos o a empleados de restaurantes de fast-food es bastante complicado de asimilar. Aunque más complicado de asimilar es el hecho de que pierdas el culo por ser el honorable elegido de la empresa contratante entre los mil quinienetos treinta y tres inscritos a la oferta.
Parafraseando, o mejor dicho, robando el eslogan a Marx (Groucho no, el otro, el serio, el de los libros de filosofía y economía, el del Capital): UNIVERSITARIOS DEL MUNDO, UNÍOS.